4. Alimentarse de la Eucaristía
Cada vez que celebramos la Eucaristía vivimos un momento privilegiado. Ofrecemos toda nuestra vida a Dios, con sus alegrías y sus penas. En cada ocasión nos nutrimos con un alimento divino a fin de ser capaces de llegar a ser sal de la tierra, luz del mundo.
En el curso de la Eucaristía abrimos nuestro corazón a todo lo que Dios nos quiere decir y nos quiere dar. Abrimos nuestros oídos y nuestra boca a Dios: Él nos da su Palabra, así como el Cuerpo y la Sangre de su Hijo. En el ofertorio depositamos junto a la hostia y el cáliz todas nuestras capacidades de amar y todas nuestras pobrezas de amor. Cristo las toma con Él y las lleva al Padre. De este modo nos volvemos cada vez más semejantes a Cristo.
Después de la Eucaristía, nuestra tarea anda lejos de estar acabada. Debemos trasladarlo todo a nuestra vida cotidiana. Es eso lo que nos dice el sacerdote al final de la celebración, en el momento de la despedida: «Podéis ir en paz». Sí, es el final de la Misa, pero es también el comienzo de nuestra misión.